A sus 3400 años, Yuya y Tuya no dan de tan mayores. Y fueron enterrados con tesoros que revelan lo que podría ocultar todavía la tumba de Tut.
Un escaneo reciente de la tumba del rey Tutanjamón deja entrever la posibilidad de que tras los muros pintados de la cámara funeraria del faraón niño nos esperen una o más salas. El informe final se conocerá pronto. Si confirma la existencia de estancias ocultas, el triunfador será el egiptólogo Nicholas Reeves, puesto que su interpretación de la información disponible es la que hizo que se volviera a escanear digitalmente la tumba del rey niño, conocida como KV 62.
Pero ése sólo es el arranque de su hipótesis: Reeves también opina que es probable que las cámaras ocultas alberguen la tumba de la legendaria Nefertiti, madrastra de Tut. Es una idea fascinante: la tumba de la esposa real, hermosa y adorada por el faraón, gracias a lo cual adquirió gran poder, podría guardar tesoros que haría palidecer los objetos maravillosos que se enterraron con el propio Tut.
¿Pero y si el enterrado fuera otro pariente y no Nefertiti? ¿Qué tipo de objetos de eternidad lo acompañarían? El ajuar de la tumba de los bisabuelos de Tut (Yuya y Tuya, que vivieron en torno al 1400 a.C.) permiten imaginar la variedad posible de piezas.
El árbol genealógico de Tut es un ejemplo de la complejidad de las familias reales del antiguo Egipto: Yuya and Tuya no eran de sangre real, pero con seguridad tenían buenos contactos con la alta sociedad; su hija Tiye se convirtió en la princesa Letizia de la época, al casarse con el soltero más codiciado del país, Amenhotep III, uno de los faraones más poderosos de toda la historia de Egipto.
Ajenatón, hijo de Tiye y Amenhotep, fue seguramente el padre de Tut, mientras que la madre del rey niño fue probablemente una mujer llamada Kiya, quizás princesa de origen extranjero. Pero, al igual que otros faraones egipcios, Ajenatón tuvo muchas esposas, Nefertiti entre ellas, con lo que pasó a ser la madrastra de Tut.
La cosa se complica en la generación siguiente: Nefertiti y Ajenatón tuvieron seis hijas, y el propio Tut se casó con una de ellas, hermanastra suya por tanto, llamada Anjesenamón. Así pues, Yuya y Tuya fueron los bisabuelos tanto de Tut como de la esposa de éste.
A la muerte de Yuya y Tuya, su familia política (la familia real) hizo lo necesario para que se les enterrara de la mejor manera en un lugar de primera, el Valle de los Reyes, que es el cementerio real por excelencia de las dinastías XVIII y XIX. Su tumba, ahora conocida como KV46, fue descubierta en 1905.
Los arqueólogos piensan que la tumba fue saqueada tres veces: una justo después de ser sellada y dos más coincidiendo con la construcción de tumbas vecinas. Los ladrones se llevaron objetos fácilmente desplazables, como joyas y aceites preciosos, pero incluso tras ese saqueo lo que ha quedado muestra a las claras lo que fue una de las épocas de riqueza más fastuosa del antiguo Egipto.
De entrada, los restos mortales de Yuya y Tuya están tan bien conservados que son lo que se diría los famosos más célebres del mundillo de las momias. En un embalsamamiento tan perfecto se invirtieron mucho tiempo y dinero, y en este caso está claro que los momificadores no escatimaron en nada.
Los rostros de Yuya y Tuya transmiten tanta personalidad que parece que hubieran fallecido ayer. Los rizos de pelo, los arcos superciliares y la forma de la nariz, de las orejas y de los labios están intactos y resultan cautivadores.
El mobiliario funerario es igual de interesante. Tenían una cámara funeraria única en la que se acumulaban muchos objetos, desde ataúdes chapados en oro y máscaras faciales hasta sillas brillantes, camas, un carro entero, vasijas de caliza muy decoradas, cajas grabadas, una peluca de pelo humano, un cesto para pelucas hecho de papiro, muchos pares de sandalias de cuero y de hierba trenzada y shabtis.
Todos estos tesoros estuvieron a punto de echarse a arder justo después de la apertura de la cámara funeraria: Theodore Davis, el millonario estadounidense que era el mecenas de la excavación, estaba tan impaciente por entrar que no esperó a que instalaran iluminación eléctrica y decidió entrar en la estancia con velas. Según escribió después, las velas iluminaban tan poco y los deslumbraron tanto que no veían más que el brillo del oro.
Con una vela en cada mano, Davis se acercó demasiado a uno de los ataúdes según estaba intentando descifrar una inscripción, y sólo en el último momento uno de sus acompañantes se dio cuenta de lo que pasaba y le gritó que se apartara. Inmediatamente comprendieron que, si las velas hubieran llegado a tocar la brea (usada como aislante), el ataúd completo se habría quemado, y el fuego se habría transmitido sin remedio al resto de la cámara, porque todo estaba seco desde hacía milenios.
Por supuesto, hoy en día no ocurrirá nada parecido si al final hay alguna sala tras la tumba de Tut: cualquier actuación se llevará a cabo con el máximo cuidado y la tecnología más avanzada, con el fin de documentar todos y cada uno de los objetos, que llevarían ocultos más de 3400 años. Con todo, es fácil suponer que los egiptólogos se lanzarán con la misma impaciencia que en su día Davis, sólo que esta vez con linternas en las manos.
PHOTOGRAPH KENNETH GARRETT, NATIONAL GEOGRAPHIC CREATIVE
No hay comentarios:
Publicar un comentario